“Cada ciudad puede ser otra cuando el amor la transfigura.
Cada ciudad puede ser otra cuando el amor pinta los muros”
Mario Benedetti
La suma de mil calles no forma una ciudad, tampoco un barrio. Pero la suma de su gente, de su tejido social, de sus actividades, sí. En el casco viejo de Zaragoza, a orillas del río Ebro, el antiguo Instituto Luis Buñuel dormía el mortífero sueño de la administración que lo había cerrado en el año 2005, condenándolo al deterioro que conlleva el abandono de los edificios. Y así fue hasta que en 2012 un grupo de personas, pertenecientes a diversos colectivos del barrio, llenas de iniciativas y proyectos, pero sin espacio físico para desarrollarlas, decidieron que el antiguo y olvidado instituto era el lugar perfecto para poner en marcha toda su fábrica de ideas y actividades, es decir, decidieron devolver a la vida el edificio. Y lo hicieron de la mejor forma posible, a través de un proyecto colectivo de transformación social, de participación y de trabajo comunitario. Construir desde abajo y en colectivo, generando ilusión en la gente del barrio.
Poco a poco, mientras el país se sumía en una crisis ética y política, donde cada día un nuevo caso de corrupción nos sacudía, la gente del centro social comunitario Luis Buñuel, con su trabajo voluntario pero con resultados profesionales, volvía a llenar de palabras, música, plantas, ritmos, cultura y color las aulas y su espléndido patio. ¿Puede haber algo más valioso y elogiable para una ciudad y para un barrio que el trabajo que se realiza en el CSC Luis Buñuel? Porque devolver la vida a un edificio abandonado y convertirlo en lo que hoy es este centro es incentivar la vida del casco histórico, es darle valor, darle la atención que necesita. Y sobre todo es apostar por su gente, por su potencial creativo, por su derecho a desarrollarse libremente.
Y para muestra, algunas de las actividades que el centro ha realizado, más de un total de cuarenta, además de siete de carácter permanente: Actividades educativo-formativas. Taller de radio comunitaria. Montaje de ordenadores reciclados. Cine y ecología. Espacio de silencio. Huerto comunitario. Actividades socio-participativas. Espacio para asociaciones. Espacio de crianza. Observatorio de derechos humanos. Centro de gestión de conflictos y relaciones personales. Promoción del autoempleo. Actividades culturales, deportivas y lúdicas. Teleclub. Espacio deportivo. Actividades y espectáculos al aire libre. Lectura de poemas. Mercado de trueque, charlas sobre la moneda social “Ebro”, promoción de los mercados de trueque. Clases de salsa e iniciación a la bachata. Teatro. Laboratorio de Clown, ritmos de Resistencia, grupo de teatro de mujeres y el inicio de la cafeta y ludoteca como lugar de encuentro, de reuniones y de espacio de ocio alternativo.
Hasta que surgió el Centro Social Comunitario Luis Buñuel, el antiguo instituto era, parafraseando a Luis Cernuda, un lugar donde habitaba el olvido. Ahora es todo lo contrario, el centro es un valor en alza que puja en el mercado de la imaginación. Porque ese es uno de los mayores tesoros de este centro, la imaginación frente al olvido, frente a la nada. El pasado 27 de enero, el ayuntamiento dio luz verde a la adjudicación de las obras de adecuación del Luis Buñuel. La rehabilitación está en marcha. Ahora el siguiente paso es hacer efectiva su cesión y recordar que la gente que un día decidió ocupar un edificio varado para ponerlo en pie ha conseguido, entre otras cosas, que Zaragoza forme parte de la red de ciudades europeas que dinamizan los barrios a través de proyectos sociales.Una alternativa a la cultura enlatada a la que nos tiene acostumbrados la administración.
Porque la suma de mil calles no forma una ciudad ni un barrio. Pero la suma de las actividades de un centro social comunitario como el Luis Buñuel sí suma mil barrios, mil ciudades y todos con un denominador común: enseñar y aprender, vivir y crecer desde la igualdad con un decorado perfecto, cultura para todos y todas.
Ainzón tiene un cine, y tan simple como pueda parecer decirlo, se trata, sin embargo, de una tarea casi titánica mantenida desde la solidaridad de los y las vecinas del pueblo. Si en diciembre de 2014 cerraba el cine de La Almunia de la Godina, en las últimas décadas han ido echando la persiana otros como el de Mallén, mientras que en la vecina Borja la sala Cervantes mantiene una actividad intermitente a causa de la escasa viabilidad económica de este tipo de cines en tanto que negocio.
“Historia de este cine”
Puede, y que disculpen los lectores más avisados, que mientras duren las obras por reforma del Eliseos de Zaragoza (1944), el cine de Ainzón sea el más antiguo de los que siguen en activo en Aragón, a la par de las salas Palafox, también en Zaragoza.
En efecto, la sala de Ainzón se establece entre 1950 como espacio en el que dar estabilidad a las proyecciones itinerantes que recorrían la comarca. Un poco por dar la posibilidad a la juventud local de no tener que acercarse hasta Borja, otro poco por tenerla controlada y otro por ser “cura joven”, Mosen Alfredo Balaguer, uno de los sacerdotes del pueblo, conseguía la cesión de una nave que hacía las funciones de salón de baile en la carretera como espacio para un cine parroquial. Su primera proyección fue La perla maldita, y muy pronto se consolidó con cuatro proyecciones a la semana, eso sí bastante en precario como recuerdan “había que bajar con la silla de casa y pagabas 1 peseta por entrar, no había socios”. Cuatro años después el ayuntamiento conseguía la permuta de unos terrenos en el barrio bajo y se alzaba el edificio que albergaría de manera definitiva el cine.
La progresiva penetración de la televisión en los hogares del pueblo, junto con la pérdida de población en los años sesenta y setenta, los videos domésticos,… Todo se convertía a principios de los ochenta en un cóctel explosivo que amenazaba su continuidad. Pero como suele ocurrir, esos momentos de crisis suelen dar la medida del apoyo social, de la fortaleza de la red que sustenta a una comunidad. El cine cesaba en 1985 su vinculación con la Iglesia y pasaba a ser gestionado por un Cineclub con más de 300 socios (sobre poco más de 1.000 habitantes), abriéndose una nueva etapa, puede que la más optimista del cine, y eso a pesar de la crisis de las salas de proyección el medio rural y de la cantidad de requisitos técnicos con los que, desde finales de los 90, tendrían que lidiar todas las salas.
Aunque la colaboración con otros espacios de la comarca, la implicación de los vecinos y el carácter casi comunal del cine iban a garantizarle una cierta estabilidad de la que carecerían otros proyectos menos arraigados -como los muy próximos de Magallón o Borja-, los carísimos requerimientos técnicos del sector amenazaban con llevárselo por delante, como harían con todos los cines de barrio urbanos y multitud de salas alternativas o no, grandes o pequeñas, por todo Aragón.
Transición al digital
Y es que la intrahistoria técnica del cine a lo largo de los años parece una carrera de obstáculos destinada a desembarazarse de los espacios pequeños, alternativos, favoreciendo las grandes a distribuidoras y a los (multi)cines masivos. Echando la vista solo unos diez años atrás, Marigel Adel -presidenta de la asociación Cine-club de Ainzón- nos cuenta como desde 2002 el cine había tenido que afrontar la renovación del sonido de la sala (2002) y un cambio de proyector -pasando de uno vetusto de carbones a los más recientes de lámparas de xenón- en 2009.
2014 amaneció con un nuevo obstáculo tecnológico, que se sumaba a la crisis del cine y claro, a la económica. El proceso de transición desde la película de rollo de 35 mm. a los formatos digitales había cogido fuerza en Estados Unidos y Reino Unido desde 2005, en medio de grandes críticas que incluyeron a directores como Quentin Tarantino, Steven Spielberg o Paul Thomas Anderson; a pesar de los detractores, de los elevados costes y de los problemas técnicos que suponía el formato digital -como el almacenamiento a largo plazo- la industria ha conseguido que en apenas diez años se haya abandonado el formato film en casi todos los países europeos. Este cambio, que no tendría que suponer mayor problema más allá de lo técnico o lo romántico, en España se ha convertido en una losa para cientos de cines, puesto que las administraciones públicas, al contrario que en el resto de Europa, han decidido no ofrecer ningún programa de ayudas específico para el paso al formato digital.
Si bien el apoyo de la gente del pueblo permitió recaudar bastantes fondos y conseguir nuevos socios al cineclub, las cifras seguían sin cuadrar, porque 34.000€ del nuevo proyector digital eran muchos euros. Montantes similares han echado para atrás otros proyectos como el de Un Nuevo Renoir (v. artículo en p. 20) en Zaragoza, así que era previsible que en una localidad mucho más pequeña los problemas para sufragar una nueva máquina se convirtieran en insalvables.
Espacio común
Pero como nos dice María Antonia -Toñi- Tabuenca, vocal de la junta de la asociación que lo gestiona “el cine está por encima de partidos políticos y de lo que sea”. Por ello, tras muchas actividades de financiación colectiva -incluidas carreras populares, sorteos y más-, tras muchas puertas llamadas y pocas respuestas, finalmente a finales de 2014 la Diputación Provincial de Zaragoza concedía una subvención que abría el camino al nuevo proyector. Resulta difícil saber cuántos cines -urbanos, rurales, comerciales, alternativos- podrían haber sobrevivido a la reconversión si hubieran contado con un pueblo detrás como en el caso de Ainzón para luchar por su continuidad. También parece complicado saber cuántos más podrían haberlo conseguido de haber contado, como decíamos, con un programa público de apoyo en ese proceso.
Por todo esto, parece que al final la historia de espacios como el cine de Ainzón se compone de un ingrediente básico: personas muy concretas y nombres muy anónimos. Entre los primeros, Marigel y Toñi nos destaca, además del párroco que lo fundó, los operadores y cabineros del cine o Pedro Cruz, quien se encargó de organizar la asociación en los años ochenta, el proyecto que lo hizo viable, o el actual distribuidor, Generoso Hernández, quien, entre otras cosas, ha sido “una gran ayuda” durante el proceso de cambio de máquina.
En el otro lado, los nombres muy anónimos, que son los y las vecinas del pueblo engrosando la nómina de socios, que ha aumentado por encima de los trescientos con la crisis, dándose una extraña convergencia entre la necesidad -de no bajar hasta Zaragoza al cine- y el altruismo de mantener un proyecto común. Proyecto nutrido, por otra parte, de la colaboración con otros cines en Calanda, Calahorra o el vecino de Borja, la cual permite ofrecer títulos más actuales y a menor coste.
La solidaridad y la colaboración mutan. En los años cincuenta y sesenta el edificio se levantó (y sus butacas se fabricaron) con el trabajo desinteresado de decenas de vecinos ejerciendo de electricistas, albañiles, ebanistas,… En los ochenta, como hemos visto, este esfuerzo común tomó la forma de organizarse como asociación para asegurar su futuro -o de conseguir de tapadillo las butacas del antiguo cine Pax de Zaragoza-. Ahora el cine precisa de reformas; se ha conseguido superar el primer desafío, el proyector, pero varias décadas no han pasado en balde, ni en sus muros, su calefacción o sus butacas. Para lograrlo, y es una tarea de nuevo titánica, Marigel y Jose confían en la capacidad del pueblo para movilizarse, como siempre ha ocurrido cuando se ha tratado del cine.
Texto: Redacción Subarbre Fotografías: Javier Gracia
No quieren ser triunfalistas. Los espacios que promueven se mueven todavía en el terreno de la precariedad que lleva aparejada la autogestión. Pero son conscientes de que desde hace unos años se está gestando una “escena de la escena” en Zaragoza alrededor de cinco salas de teatro que congregan a algo más que un público interesado por el teatro en sus diferentes modalidades. La Red de Salas Under de Zaragoza está creando, gracias a sus montajes, espacios de aprendizaje y a las actividades alrededor de sus salas, una auténtica comunidad. Para conocerla entrevistamos a algunos de sus promotores en uno de los nodos fuertes de su Red, la Sala El Extintor
En Zaragoza existen más espacios escénicos, así que cabe preguntarse qué comparten estas salas más allá del amor por el teatro. “La pobreza”, bromea Oscar, aunque el comentario no va desencaminado si hablamos de las dificultades de la autogestión; Fran subraya la importancia de este sentido que “la sostenibilidad de un proyecto (sala, compañía, el que sea) pasa porque sean viables económicamente”. Eso les lleva siempre a buscar soluciones que alivien la precariedad, como “hacer cursos, actividades; a darle al público muchas opciones de ocio” con una gran flexibilidad en la gestión. Con las compañías, apunta Oscar “también hay una facilidad burocrática a la hora de contratar cualquier tipo de actuación que no tienes en otros espacios”, añade Oscar. En breve, “si la compañía asume los criterios que tenemos en la sala, las limitaciones técnicas que hay, pues adelante”, concluye Fran.
A lo largo de toda la entrevista se va a filtrar ese concepto recurrente, cómo el tipo de espacio va de la mano con la gestión y el arte. Esa cercanía les aleja del teatro oficial, en los tres planos -físico, técnico y artístico- y les acerca a sus espectadores, algo a lo que Juan apunta al hablar de cómo el espacio físico -reducido- define el espectáculo, y afirma convencido que “el público sale más contento íntimamente”, algo que se contagia al gestor/actor/director/: “es más duro, pero más satisfactorio”. Ahí está el concepto teatral que defiende Fran, según el cual que “el teatro se puede hacer en cualquier parte”, y lo enfatiza: “en cualquier parte, en una calle, en una habitación, en un jardín”.
La apuesta por la autogestión
La autogestión y la complicidad con el entorno no son tan solo una cuestión de públicos o de montajes. Hay una cuestión política encima de la mesa, y no de las grandes políticas, sino de la cotidiana, de la facilidad para mantener un espacio cultural y rehabilitar al mismo tiempo locales degradados. Ellos insisten en que cumplen “todas las normas, pero nos enfrentamos a una serie de normas muy esclerotizadas sobre qué debe ser una sala”. Como dice Juan, si uno “recorre Berlín o Praga, ve los lugares más inverosímiles en los que se está haciendo teatro”, mientras que aquí siempre hay un punto de “miedo” sobre las decisiones que pueda tomar al respecto el consistorio. Es un fenómeno común, “les pasa a bares, salas de conciertos, y al final nosotros esto lo hacemos así porque no tenemos otra manera de hacerlo” lo cual les coloca, afirman, en una situación de desventaja.
La apuesta por este modelo -sin subvenciones, con espacios creados sin condicionantes como préstamos bancarios- les lleva a mirar al otro lado de las instituciones. Allí, nuestros entrevistados constatan que hay desajustes no solo con los teatros públicos, ya que “si piensas en los teatros privados que hay en Zaragoza [Estación, Arbolé y Esquinas], surgen en momentos de bonanza económica”. Así, aunque se asume que “ellos pagan más según que cosas”, se entiende que gozan de mejores relaciones con el espacio institucional, disfrutan de subvenciones o publicidad, o sea, “toda una serie de recursos a los que no podemos llegar”, como apunta Guzmán. Pero su modelo teatral tiene otras virtudes como crear públicos, demanda teatral, algo que beneficia a todos”, algo que rompe falsas dicotomías acerca de si un modelo autogestionario es mejor que otro privado o público.
Todas las personas del teatro
Y es que esta búsqueda de nuevos espectadores es a día de hoy una de las obsesiones de la gestión cultural por todo el mundo, y estas salas los están encontrando. Este público, no obstante, funciona de un modo distinto al habitual en otros espacios, puesto que transita de un patio de butacas a otro con facilidad -lo mismo que los montajes, como el reciente de Santiago Meléndez- y esto no es casualidad, sino que se origina en el propio enfoque. “Desde poder tomarte una cerveza al punto clandestino de ir a un lugar con ‘encanto’, diferente”, como dice Oscar, “a tener cinco cursos de teatro o uno de escultura [con David Ballestar], lo bueno que tiene todo eso es que generas feedback, que hay un arraigo”.
Porque si hay otro rasgo que les caracterice es el mimo por la formación, que ayuda, de nuevo, a la sostenibilidad de la sala, a la creación de un público muy unido a los locales y también al crecimiento profesional y artístico. En cierta manera, es una cuestión de evolución artística y vital, ya que, en palabras de Fran, “con 18 años no pensaba en tener una sala, ni en escribir, ni en dirigirme a mí, pero al final los años te van llevando por otro camino, te interesa más la formación, que antes no te interesaba”, y no solo por el actor que forma, sino por la persona que aprende, que descubre su gusto por el teatro. Todo esto da un valor añadido que luego retorna a las salas; en la Vía, por ejemplo “hay un taller de clown que ahora acaban de hacer su montaje”, pero como Guzmán todos encuentran casos similares, como el de la obra Tetas, nacida al calor del Extintor y de la labor de Oscar en el proyecto formativo Director de alquiler.
La tercera base de este círculo simbiótico reside en la capacidad de producir. Porque la presencia de espectadores, e incluso de alumnos que mejoran la calidad del espacio (como público, actores o parte de la comunidad) se queda coja sin la posibilidad que se les abre a artistas y compañías de “probar, hacer ensayo y error, algo que revierte en que nazcan espectáculos”. En efecto, la nómina de los que han surgido al calor de estas cinco salas es vastísima, y aunque reconocen que “podrían haber aparecido igual”, la existencia de un “espacio físico ayuda a que se creen obras”.
En el lado de los ‘peros’, a pesar de que el número de compañías que colaboran con estos teatros -unas quince o veinte- permite una actividad y un público constante, Guzmán advierte la existencia de una mayoría de “actores individuales, profesionales, de casting” que evitan, por distintos motivos, “emprender proyectos colectivos propios”. Una afirmación que todos comparten y a la que todos aportan una explicación; así, Juan, de La Suite, nos asegura que “en estas salas se asume más riesgo que participando en cualquier gran producción”. A menudo no se encuentra durante el proceso formativo del actor “ese planteamiento de ‘voy a ir cogiendo experiencia en esas salas para ser mejor e ir aprendiendo’, sino que se busca la recompensa inmediata” remata Oscar.
Sin embargo, cuando hablamos de estas cinco salas, no sólo se trata de la gente del teatro, en todas sus dimensiones. Hay un último rasgo que las caracteriza a todas, la tendencia a la interdisciplinariedad. Ya hemos hablado del curso de escultura creativa del Extintor, pero es que todas entienden que la falta de espacios culturales en Zaragoza les convierte en focos para que se experimenten otros proyectos. La Suite, por ejemplo, preparan como estudio audiovisual una aplicación móvil para el conjunto de doce performances “que desde marzo pondrán en escena Lucio Cruces y Sergio Muro” en el Teatro de las Esquinas. No sólo en La Suite ocurre esta mezcla: desde danza a cuentacuentos, pasando por música, relajación o didgeridoo, muchas iniciativas más pequeñas caben dentro de estas iniciativas.
Red
Aunque bajo tierra el sol no avanza -la entrevista la llevamos a cabo en el sótano que cobija el escenario del Extintor- poco a poco nuestra conversación sí lo hace y así llegamos a una de las cuestiones fundamentales. Una de las realizaciones más significativas de estos cinco espacios ha consistido en dar un paso por el cual dejan de ser una suma de iniciativas y comunidades más o menos aisladas para convertirse en una plataforma, la Red de Salas Under, capaz de lanzar ideas y propuestas comunes. A pesar de que iniciaron su rodaje como espacio colectivo hace un año, el punto en el que se hallan es incipiente. El Colectivo Mierda (una pareja a caballo entre el diseño, la ilustración y la performance alumbrada como grupo al calor de la Red) edita un fanzine mensual con la programación de las salas. Pero la necesidad de organizarse ha quedado clara, y en palabras de Fran, “en la próxima asamblea vamos a plantear objetivos”, consistentes “en dar respuesta a nuestras propias necesidades”.
Pero a medida que va tomando forma, la finalidad de la Red se expande. Fran no habla solo de espacios escénicos, sino de una plataforma paralela centrada en la cultura, “libre y popular”. Uno de los modelos que la inspiran es el “formato de Oviedo/Uvieu SOS Cultura, una iniciativa asturiana que ha conseguido cosas con mucho tacto, hablando con la ciudadanía, con los partidos políticos, y eso me gustaría que ocurriera también con nosotros, que se nos dé validez, a estas salas y al trabajo que hacemos”.
Cinco nombres heterogéneos para una red diversa
Por ejemplo, el Espacio Colectivo Vía Láctea es un espacio asambleario, abierto a todo tipo de iniciativas, sociales, políticas, y claro, culturales. Una red en sí misma; es hace seis años cuando la actividad que se venía haciendo (desde hace veinte años) de manera dispersa empieza a realizarse de manera constante con la colaboración de la Asociación Amigos del Teatro, con una programación escénica constante a partir de 2014.
Amigos del Teatro -y la propia Vía Láctea- vuelve a aparecer cuando hablamos del Teatro Bicho; Jorge y Fran habían formado parte de la asociación, y desde su paso por la Vía Láctea habían imaginado poner en marcha una sala independiente, objetivo que alcanzaron por fin en octubre de 2013. “Allí trabajamos sin pedir ayudas, como el resto de las salas, de modo autogestionado”. Mantiene una programación de jueves a domingo, en la que “damos cabida a cualquier compañía con un proyecto serio, en el sentido de que esté trabajado”.
La Suite Showroom, pese a haber pasado también por la Vía “como colectivo de dos”, es un proyecto con una génesis diferente, basada en la intervención en un entorno degradado “un día Inma Chopo y yo [Juan Vives] llegamos a la calle Pignatelli y vimos que es probablemente la más depauperada de toda la ciudad, que vivió un momento de esplendor, y de tener veintisiete bares en un época a no tener ni un solo comercio ni puerta abierta”, prácticamente.
Además, La Suite surge para el ensayo y la preparación de los proyectos audiovisuales del colectivo, y no como espacio público, hasta que su propia dinámica les convence para emplearlo como una sala peculiar, pequeña, con “el público muy cercano al actor, al espectáculo”. La Suite abría sus puertas hace dos años como sala, con la premisa de la falta de apoyo institucional y el logro no solo de que se vieran sus espectáculos, sino que la gente visitara y participase de la calle en la cual se desarrollaban, y en ese sentido, como dice Juan, “la experiencia empieza a ser satisfactoria e ilusionante”.
Por su lado, El Extintor es un proyecto de confluencia, pero no, como suele ser habitual, de varias personas, sino de los proyectos dispersos de una sola, Oscar Castro. En 2012 Oscar repartía su actividad entre las clases que impartía en La Colmena y las funciones en diferentes escenarios; el Extintor fue su respuesta a la pregunta que se había planteado “¿cómo hacerlo confluir todo? Alquilo un local y a ver qué pasa”.
El local que ahora acoge a El Extintor era entonces una suerte de almacén lleno de muebles y colchones, sin luz ya que, como recuerda, “tuve que averiguar con un flash como era la parte de abajo”. Ese sótano oscuro se ha convertido en el el corazón de la sala, en su patio de butacas y su escenario, en el lugar donde respira la comunidad alrededor de El Extintor, al cual él define como “una forma de supervivencia artística, un teatro de emergencia”, al tiempo que se aprovecha para generar un “movimiento del ámbito teatral, dando oportunidades”
El Espacio Parakultural Gromeló combina, como casi todos los de la Red, programación y formación. Con un gran énfasis en la profesionalidad y la técnica nace en el año 2003 de la mano de Javier Harguindeguy con la necesidad, en sus propias palabras, “de crear un espacio alternativo que aporte una mirada teatral diferente a la forma de ver y analizar el teatro de la ciudad dentro del formato pequeño”, convirtiéndose de hecho en el decano de la red de Salas Under, y en cierta medida en el animador de ésta, ya que, como nos recuerda Guzmán, “fue uno de los primeros sitios a los que se pudimos ir para llevar nuestros montajes”.
Colectivo Mierda es, en cierta medida, una consecuencia de la existencia del resto de salas. Performance, diseño, fanzine: todos son las actividades que desarrollan, pero siempre en el marco de las “salas Under”. El fanzine que editan es, de hecho, el portavoz y el programa de la Red. Efecto, la circunstancia de compartir una publicación impresa, de ver plasmado en un mismo lugar le sirve un poco de argamasa.