En la maraña actual de dialécticas y subjetividades, merece la pena tomar un respiro y reflexionar sobre el complicado mundo que nos ha tocado vivir, echando la vista atrás, para tratar de plantear un pequeño (y humilde) estado de la cuestión sobre la memoria colectiva (siempre histórica), las subjetividades que la rodean (y legitiman) y el sujeto-objeto Aragón como campo de batalla de las mismas. Me centraré en cuestiones socioculturales, dejando las políticas o económicas para otra ocasión.
Hace seis años tuve el placer de compartir mesa en una charla con el compañero e historiador Lorién Jiménez; aquel evento tenía por título Lanuza must die. Los organizadores, el Zentro Sozial A Enrestida, querían plantear una formación abierta sobre la figura del Justicia, su decapitación (física, moral y simbólica) y las consecuencias identitarias de aquellos hechos. Lorién expuso, de forma contundente, que Juan de Lanuza V sería lo que decidieramos construir. Un Lanuza, mito de las luchas sociales, quizá también un símbolo del país perdido o el icono de una liberación sexual aún por concluir. Esta es la esencia de la subjetividad y la construcción de la memoria: todo fluye, nada permanece estático. La realidad siempre hay que construirla, reinventarla, para que no se oxide y quede caduca.
La memoria y la identidad son finas gotas de agua, dentro de una lluvia incesantemente monótona. Cada gota es diferente, subjetiva en su propia naturaleza, por eso debemos rechazar el simplismo analítico que nos ofrece esa fugaz mirada desde una ventana cualquiera de un edificio cualquiera de nuestro mundo posmoderno. Esas gotas tienen una forma, una textura, caen a una velocidad y con una inclinación. Por eso, dentro de la semejanza, debemos empoderar las gotas aragonesas, desacralizadas totalmente, sin mezclas ni aditivos extraños. Una gota cruda que nos permita relacionarla con otras semejantes, que forman charcos, algunas ríos, otras imponentes mares.
La teoría ofrece suficientes herramientas para hacernos comprender este delicado y húmedo mundo. Desde los trabajos e ideas de Bourdieu, las cuestiones relacionadas con la alienación sociocultural (Lafont, 1971) hasta la legitimación social de la historia (Berger, Luckmann, 1979), pasando por perspectivas psicológicas o ambientalistas. La subjetividad se define por entornos de contraste (nosotros frente a ellos, inclusión y exclusión, pertenencia y adhesión) o como consecuencia de una negociación entre ámbitos colectivos (institucionalizados o no).
La lluvia aragonesa viene empapada de elementos externos, extraños, desde hace tres siglos. El proceso de asimilación del sujeto Aragón dentro del objeto España ha desencajado cualquier tipo de propuesta para recuperar-dignificar lo aragonés desde una óptica de país (de nación). Los tiempos actuales no ayudan: la crisis financiero-especulativa ha sobornado elementos tan consensuados como la autonomía política o la descentralización, dejando abiertas las puertas a procesos que creíamos superados. En el ámbito catalán, todos recordamos la intención del ministro de Educación, el señor José Ignacio Wert, de españolizar a los alumnos de ese país, recordándonos que el Estado restringe las funciones culturales de legitimación, socializando en sus ciudadanos (súbditos) actitudes favorables para perpetuar el régimen establecido (Letamendía, 1997: 28). No se puede decir más claro.
La memoria subjetiva del objeto Aragón lleva varios años en crisis. En 1978, el Partido Socialista de Aragón firmaba en su programa que “en Aragón existió una estructura de poder propia hasta la llegada de los borbones, la fabla y el chapurreau, lo mudéjar y la jota, además de una idiosincrasia perfectamente conocida y muchas veces denigrada (lo “baturro” es un producto zarzuelero del Estado centralista)” (Serrano, 2005:133-134). Esta narración, subjetiva y de legitimación alternativa, fue amalgamando a toda una generación de personas, que han ido estructurando lo que podemos denominar como aragonesismo político-cultural, bajo el triángulo organizativo REA-CFA-CHA. Una subjetividad que tuvo relativo éxito pero no produjo espacios sociales para que creciera su aceptación. Una narración que se debilitó por la base, siendo asediada por el nuevo (pero viejo) nacionalismo banal español. Las fechas históricas son un buen ejemplo de este fracaso: mi querido amigo, y amante de la historia, Chesús Giménez Arbués, siempre se lamentaba por el escaso cuidado de las citas históricas relevantes, sea el 29 de junio de 1707, el 20 de diciembre de 1591, o aniversarios como el de los seiscientos años del Compromiso de Caspe. Mucha miga para tan poco pan.
La memoria, el imaginario colectivo, siempre se refiere a la realidad, ya que permite contextualizar nuestra experiencia cotidiana (subjetiva). El imaginario sirve para mantener el status quo del sistema o para transformarlo. Esta dialéctica genera conflictos, aunque no cuestiona la existencia misma del propio imaginario. En Aragón, podemos describir una visión externa (española), basada en el concepto de atraso, y que jerarquiza elementos como el conservadurismo, el paisanaje (lo rural como retrógrado) o lo extraño (las rarezas y tradiciones). Y por otro lado, tendríamos una visión interna (aragonesa), en la que el arraigo-desarraigo juega un papel central, combinado con el autoodio-autoestima, la influencia de la migración (los que se marchan) y la paradoja de pensar y actuar.
Este imaginario se interrelaciona con las políticas sobre la memoria que se han construido en Aragón. Cabe hablar de lo público-institucional, ya que se sigue legitimando un escenario de baturros (la jota de forma masiva), con una historia gloriosa pero desarticulada (visión liberal española) y con capacidad para universalizar el discurso (Goya, Buñuel, Expo 2008). Pero todo esto ha sido otro rotundo fracaso (la catalanofobia es un síntoma de esa incapacidad).
Terminamos este artículo con una idea positiva. Desde la ordenación del territorio ya hay consensos sobre lo que algunos autores denominan inteligencia colectiva (Rullani, 1998); es decir, permitir el desarrollo territorial en base a la puesta en común de conocimientos, lenguas, culturas y sentimientos generadores de identidad. Tenemos el caso de algunas comarcas de Gales, como South Gwynned, con un fuerte sentimiento de pertenencia a la cultura céltica y una percepción generalizada de querer diferenciarse de Inglaterra. Con esta idea, han ido creando sinergias colectivas, con la lengua galesa como base para la intervención y dinamización del turismo cultural, en el ámbito de la literatura, música, arquitectura o enclaves históricos. En Escocia y Catalunya tienen muy estudiado este paradigma desde hace años; la planificación de su memoria colectiva se basa en construir desde estos planteamientos: visiones alternativas que generen subjetividades nacionales al margen del dominio estato-nacional.
Las estructuras dominantes de una sociedad son las que marcan la línea del éxito, el discurso mediático propone las reglas del juego, expulsando a la marginalidad a transgresores, innovadores o rebeldes de la identidad. No es nada fácil el desarrollo colectivo, el sistema manda y ahoga. Por eso la idea de país como consenso básico y constituyente, es fundamental para reforzar la memoria colectiva aragonesa. Aún estamos a tiempo de generar subjetividades… o no?
Texto: Daniel Lerín @Danilerin
Ilustración: Carlos Azagra